Mi Carrito

El Gondolín, hogar de una familia diversa

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"Soñé que era mejor madre q la mía.
Soñé que a mis hijes no les hacía callar la boca para que dijeran todo que sí
o aceptaran sin chistar siempre de mí un no".

Michelle Lacroix

Cada tercer domingo de octubre les argentines se reúnen para celebrar el día de la madre y el día de la familia. La necesidad de mantener el aislamiento propone hoy otra instancia de reflexión acerca de estos conceptos que acompañan y constituyen la identidad de las personas desde los primeros pasos. ¿Qué es la familia? ¿Cómo se reconstruye esta institución que debería ser la primera en cuidar el bienestar de las niñeces, y es muchas veces el primer y principal espacio donde son violentadas? ¿Quiénes son familia y dónde nace la necesidad de abandonar el vínculo azaroso de la sangre y construir nuevos lazos? Desde el tercer piso del Hotel Gondolín, Zoe charla con algunas compañeras que pasaron por el hotel y están de visita y otras que viven en él  sobre la importancia de contar con una red de contención para resistir frente a las violencias cotidianas que sufre el colectivo travesti trans.

En pleno Villa Crespo, sobre la calle Araoz al 900, reposa el Gondolín. Un edificio azul eléctrico, de tres pisos por los que pasaron desde principio de los años noventa, cientxs de travestis y trans en busca de techo y oportunidades. Una casa testigo de lazos impostergables, en la cual se gestó una definición de familia que abandona la hipocresía tradicional: familia es la que cuida, quiere, acompaña, y apoya.

Zoe tiene 45 años y llegó a Buenos Aires a los 14. La escena de su arribo es digna de una película de suspenso: una madrugada lluviosa de invierno en los años noventa, una joven trans atravesó el país con lo puesto, los mangos justos para una noche de alojamiento, y dos direcciones: la de un lugar donde quedarse y la de la calle Godoy Cruz, donde recaudar esa misma noche el dinero para la siguiente. “Llegué como a las cinco de la mañana, y tuve que esperar hasta las nueve. Hasta que pude llegar al lugar y todo, porque  no sabía para donde ir ni que colectivo tomar nada. Así me largue”, cuenta la tía, como la llaman en el Gondolín, con su voz paciente, suspendida en un barbijo con los colores de la bandera del orgullo. El comienzo no fue fácil, ganarse el lugar le costó muchos arrestos y humillaciones. “La policía me subía al patrullero y me paseaba delante de todas las que estaban en la calle, ellas habían arreglado y yo no”, recuerda.

Tiempo después, a mediados de los años 90, empezó a vivir en el Gondolín, en ese momento administrado por un hombre que tenía mucha más rigurosidad para cobrar que para mantener el lugar en condiciones dignas. “Nosotras pagábamos calladas” - dice Zoe -  “en un momento vimos que no estaba bien el lugar: a veces teníamos luz, a veces no, las cloacas rebalsaban. Al tipo no le importaba, solamente venia, buscaba la plata y se iba”. Así fue que lo denunciaron, y a pesar de que el reclamo no tuvo el efecto esperado, el desenlace se convirtió en un comienzo para las integrantes del Gondolín, ya que prefectura clausuró el hotel, pero con ellas adentro.

 El desafío era grande, porque no sólo tenían que levantar un lugar venido abajo, sino que para eso hacía falta organizarse, fijar acuerdos y normas de convivencia que se respetaran para que la cosa anduviera. Veinte años después, el hotel es más que un alojamiento: se transformó en un lugar que recibe a las jóvenes que vienen de las distintas provincias, para que sin importar cuanto tengan ni cuanto les falte, puedan comenzar una vida con oportunidades. Como dice Zoe: “Es la cuna de las mujeres trans. Llegan aca y empiezan a sacar sus alas, así pueden volar para otros lugares”.

En su libro “La Berkins Una Combatiente de Frontera”, Josefina Fernández, antropóloga y amiga íntima de Berkins, relata una de sus visitas al Gondolín, cuando este recién había sido tomado y daba los primeros pasos hacia la autogestión. En la escena que narra, cuando llega al hotel enviada por Lohana, se encuentra con unas 30 travestis, entre ellas una joven Zoe de alrededor de 20 años, que días atrás había cargado a Marilyn que volaba de fiebre, desde el primer piso a la planta baja para que pueda ser atendida por algún médico. Esa Zoe, que se confiesa cansada de las tareas de cuidado y del esfuerzo durante casi 25 años en el Gondolín, es la misma que al principio de la pandemia empezó una olla popular junto con Marisita, la abuela, para las 44 habitantes del hotel, a las cuales el aislamiento les impidió salir a ganar la plata del día.

 No hay grandes diferencias entre las palabras de Zoe y las de una madre que se alegra, se emociona y reniega con sus hijas adolescentes. Las chicas, como ella las llama, saben que cuentan con su generosidad, con su apoyo y su incentivo para continuar los estudios, hacer talleres, para aprender y aprovechar esas oportunidades que ella no tuvo cuando llegó a Buenos Aires. “Todas las mañanas la primera cara que veíamos al levantarnos era tía Zoe diciendo ‘chicas hay que ir a la escuela’”, cuenta Celeste, que levantó vuelo después de vivir un año en el Gondo y está de visita, el resto afirma entre risas.  “Me gustaba verlas cuando se iban. Era algo muy lindo, muy gratificante”, confiesa Zoe con la voz enternecida, “bajaban todas peinaditas arregladas. Me gustaba verlas cuando se iban con sus carpetas, con sus mochilas. Porque son chicas jovencitas y que ahora pueden estudiar. Quizá a nosotras, las de mi generación, se nos complicó un montón, aunque nunca es tarde”, dice recuperando la firmeza en las palabras, y cuenta que ella también estudiaba hasta hace unos meses en la famosa Mocha Celis.

Las chicas

Así como no es sencilla la organización de las tareas y la administración en una casa de familia, tampoco lo es en el Gondolín. Quienes conviven se dividen el trabajo y los impuestos, pero hay funciones claves como la de la tía Zoe, de guiar a las chicas para que no dejen de formarse y se contengan y acompañen entre sí.

Celeste se pinta las uñas con paciencia mientras escucha atenta la charla, no habla hasta que no termina de cubrir la mano completa. Las pinta de fucsia, y le combinan con los mechones intermitentes en el pelo lacio que le llega a la cintura.  Mientras da tiempo para que el esmalte seque, levanta la cabeza, ubica su mirada tímida directo en otros ojos, e interviene con una voz suave de tonadita salteña: “Cuando llegue a Buenos Aires tenía miedo de salir a la calle, pero las chicas me animaban, y poco a poco fui volviendo a salir, a mostrarme de día. Antes no salía, sentía que mi vida era de noche nada más”. Cuando termina de hablar vuelve a su tarea con paciencia hasta terminarla.

Al igual que Zoe, Celeste viajó desde Salta a la ciudad y llegó un día de lluvía. “Yo soy una de las chicas por ejemplo que fue expulsada de mi casa cuando empecé a revelarme. Cuando voy conociendo a otras chicas  intento construir lazos que en mi familia me faltaron. Acá llegué y conocí una madre, una tía, una abuela, y fui creando vínculos distintos.  Ahora tengo hermanas tengo primas, los afectos que me faltaron de chica”, confiesa.

Atenas tiene 23 años, lleva el pelo un poco mas abajo que los hombros, y un flequillo corto que le destaca los ojos negros. Nació y vivió en Mendoza hasta hace algunos años, que llegó a Buenos Aires escapando de una realidad en la que decide no profundizar. Además del acento cuyano, sus palabras revelan un recorrido militante y algunos años en la universidad, donde cursó la licenciatura y el profesorado en Arte dramático. Sostiene una mirada firme por sobre el barbijo verde brillante, que oculta una sonrisa amplia y joven, y declara: “aborté todo: la universidad, la familia, el trabajo”. Ella, que confiesa haber llegado “re punki”, asegura que con el tiempo se tranquilizó y pudo comparar la realidad de la ciudad con la de las otras provincias donde las oportunidades son escasas.

Sentada en el piso, Giuliana escucha la charla con atención y acompaña con risas las palabras de sus amigas devenidas hermanas. La mirada le delata lo pícara, algunas de sus declaraciones lo confirman. Como muchas de las chicas viene de Salta, y llegó al Gondo este año con la recomendación de Celeste, con quien son compinches desde hace años. A diferencia de otras chicas,  Giuliana contaba con el apoyo de parte de su familia, a la cual extraña a pesar de que aún no tiene planes de volver. “Llegue en un colectivo nocturno que recorrió todo. Fue muy difícil la despedida con mi familia que  me acompañó. La veía a mi mamá llorar y me quería bajar del micro pero dije ‘cuando me llegue la oportunidad de ir a Buenos Aires venga, la voy a agarrar’, y me llego la oportunidad y lo hice”, cuenta, y agrega: “justo llegué para el almuerzo, la tía estaba cocinando. Me presenté, ‘me llamo Giuliana Karen, soy de Salta, tengo veintitrés’,  y pregunte si me podían dar un lugar. En seguida me hicieron uno”. Días después de su llegada fue la marcha del 8 de marzo, la primera marcha a la que asistió en su vida, y la última que pudo realizarse antes de que se decretara el aislamiento.

 Una radio lejana se mantiene prendida en alguna de las habitaciones, la temperatura amable del principio de la primavera hace que la tarde se detenga, el tiempo se pierde entre anécdotas y risas fuertes. De los primeros pisos sube un murmullo constante como la musicalización de una escena. Por sobre las paredes bajas del pasillo, se ve un grupo que se sienta a almorzar una tarta de verdura que cocinó abuelita Marisa. En el medio, un pulmón  que da respiro al edificio permite que pasen unos pocos rayos de sol, suficientes para alumbrar sin calentar demasiado el concreto.  A la ronda se suman María Eugenia y Pulpi, escuchan con curiosidad y se incorporan a la charla. La cosa se pone seria cuando se habla de los vínculos familiares construidos. ¿Quiénes brindan una mano cuando es necesario? ¿Quiénes están ahí para apoyar y sostener en los momentos de debilidad o angustia? ¿Quién da el abrazo cuando hace falta? ¿Quién seca las lágrimas y acaricia el pelo cuando el cuerpo llora?

“Esta es una familia porque nosotras queremos, como los padres que nuestras hijas terminen de estudiar, que mejoren su calidad de vida”, insiste Zoe. Pulpi, acepta la seriedad sin resignar la sonrisa y agrega: “El gondo es mi casa, una casa donde me aceptaron así libremente. Me mande una macana, como en toda casa pero acá estoy, no lo voy a hacer más. Esta es como una familia, nos dicen ‘ustedes pueden hacerlo que quieran, pero tienen que estudiar. Tienen que comportarse así…’, en mi caso me dicen cómo vestirme”, confiesa, y se levantan fuerte las risas cómplices del resto. Pero a pesar de reconocer la importancia de este espacio, las pibas no romantizan la situación y se plantan: “Nosotras somos chicas que nos hubiese gustado por así decirlo una vida normal. En mi caso me hubiese  encantado terminar la secundaria con los chicos de mi escuela, con mis compañeritos. Irme a Bariloche de egresados, y no estar en la calle, pero es lo que nos tocó digamos”.  

El Gondolín se convirtió con los años en un refugio donde las chicas arriban después de viajes largos, a veces sabiendo a donde van, otras con una recomendación que alcanza para restar algo de incertidumbre al emprender el recorrido. Allí se recrean parentescos familiares, que moldean las relaciones. La confianza y la protección, la edad y la experiencia, en un mundo siempre hostil para las mujeres trans y las travestis, son las que definen quien ocupará cada rol en esta familia. En la soledad, la amistad se convierte en hermandad; un plato de comida y un consejo, convierten a luchadoras como Zoe, en madres y tías de las más jóvenes. Ni el amor ni la familia no son patrimonio de la heterosexualidad burguesa, sino que son los lazos que permiten vivir y sobrevivir en el exilio de la normalidad careta, y construir un mundo desde la nostredad donde se colectiviza el dolor y se acciona desde la ternura.

Este día de tanta celebración es una excelente oportunidad para repensar los conceptos y las relaciones. El hogar, que debería ser refugio y muchas veces se convierte un infierno del cual escapar. La familia, que debería ser la primera trinchera y se transforma en el verdugo de las disidencias, cuando el lema pasa a ser escapar para vivir, irse para sobrevivir. La Ley de Educación Sexual Integral es un pilar fundamental para abonar las bases de una nueva sociedad más justa e igualitaria, con menos discriminación y menos crueldad. Ahora,  ¿qué pasa con los adultos que siguen sentándose en las mesas largas, con cada vez más lugares vacíos? En los márgenes, como siempre, en los costados de la normalidad, otra familia emerge: una familia diversa, de lazos genuinos, de furia colectiva. Furia travesti.   


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